Bien sabe Bilgai que me provoca cuando me dice que trabaja en la organización de un ‘evento’. Quizá por eso me lo repite constantemente, y yo lo miro a los ojos, le digo que eso no es posible, pero me callo lo que pienso.
Porque, en realidad, lo que pienso es que Bilgai no tiene cara de enterrador, ni de coordinador de emergencias, ni siquiera de padre primerizo al que una eventual fiebre de la criatura lo obliga a suspender una cita.
Esa provocadora insistencia me evoca a una profesora de Lengua Española que, en segundo y tercero de BUP, se empeñó en ampliar el vocabulario de aquellas mocosas a las que daba clase, imponiéndonos la búsqueda y memorización de palabras que por aquel entonces desconocíamos.
Aquel aprendizaje, que entonces nos pareció tan tedioso como la tabla de multiplicar, me evitó tener que recurrir apresuradamente al diccionario cuando Felipe González comenzó a hablar de la ‘obsolescencia’ de algunos de nuestros sectores productivos. E hizo que mis amigas me miraran como un bicho raro un día que una de ellas regresó de una prueba para un trabajo, en la que le habían preguntado el significado de una palabra: “¿Alguien sabe qué c… significa deletéreo?” Sin titubear, contesté: “Mortífero”.
A modo de catecismo, muchas de aquellas palabras pasaron al disco duro de mi memoria y ahí permanecen, con acepciones indelebles a las que me resisto a renunciar.
Y esa ‘teima’ tengo con “evento”, que para mí era y sigue siendo un “suceso imprevisto”, que, por tanto, inexorablemente, vinculo a eventualidad. Es por eso que podría llegar a admitir que el sector funerario o un equipo de emergencias se dedique a ¿organizar?/coordinar/solucionar/atender eventos.
Tiene razón, sin embargo, Bilgai cuando dice que la Real Academia Española ha aceptado la nueva acepción de ‘evento’ como un suceso programado, que, en opinión de algunos, podría ser un ¿anglicismo? asumible, aunque a mí me da la impresión (puede que equivocada) de que tiene más que ver con el locuaz lenguaje de los periodistas deportivos de varios países sudamericanos, a los que se remite la RAE para justificar su inclusión.
En todo caso, la rapidez con que la RAE ha aceptado en las últimas dos décadas determinados vocablos, algunos de moda efímera, me lleva a pensar que es posible que en la Academia se haya colado un grupo de frikis, que está actuando como un lobby a la hora de analizar y decidir nuevas incorporaciones al diccionario de español.
Friki y lobby ya están admitidas, como también lo está chatear por mucho que Alex Grijelmo haya protestado (‘Defensa apasionada del idioma español’) contra ese gusto por los barbarismos, que “ha conculcado uno de los verbos españoles que más podemos celebrar (…) Si hablamos con unos amigos en un bar, entonces estamos charlando. Pero si hablamos con unos amigos por Internet, entonces estamos chateando, lo cual resulta de lo más absurdo porque donde se sirven los chatos es en el bar”. Agradece Alex Grijelmo en ese libro la habilidad popular para intentar escapar de ciertos anglicismos (¿nadie recuerda que el ‘e-mail’ se convirtió, para la mayoría, en ‘un emilio’?), e incluso para inventar palabras sumamente descriptivas y sonoras, aunque se equivoca cuando imputa a Forges la paternidad de ‘esnafrar’ (mi bisabuela, gallegohablante, ya utilizaba esa palabra, con varias acepciones: aviso de paliza o advertencia de caída o de darse de morros contra algo).
Yo me esnafro contra la realidad ante tanto organizador de eventos. No ya por insumisión a la RAE- si incorpora un nuevo significado, ¿por qué no asumirlo?-, sino por el empobrecimiento lingüístico que ha supuesto esa palabra. Ya no existen actos, actividades, jornadas, seminarios, almuerzos, bodas, bautizos, banquetes…
Ahora todo el mundo conoce la fórmula para prever la organización de imprevistos.