Se veía venir. Y en esta ocasión el problema no es consecuencia del bipartidismo, ni de la ley electoral en el sentido que se le daba hasta ahora, aunque es verdad que con otra ley electoral, que más tarde o más temprano habrá que abordar, no hubiera pasado lo que ha pasado.
El Partido Popular, curiosamente el partido más votado, se resiste a renovarse, regenerarse, modernizarse y actualizarse. Mientras los otros partidos, con mayor o menor acierto, han renovado sus equipos y liderazgos con gente joven y formada, en la derecha se resisten a los cambios. Probablemente sustituyendo a Rajoy por alguien del estilo y talante de Cristina Cifuentes -pongamos por caso-, sí se hubiera podido avanzar en acuerdos para formar gobierno.
Es muy difícil para el Partido Socialista, por razones ideológicas y políticas, facilitar por la vía de la abstención un gobierno de la derecha y en consecuencia de un partido que cada día es noticia por asuntos de corrupción. Corrupción que parece estar organizada y estructurada hasta el extremo de ser el primer partido imputado por ello desde que hay democracia. Y todo ello en un momento en el que la gente paga sus impuestos y sufre un importante descenso en su nivel de vida. A Sánchez se le puede entender que no quiera pactar con “este PP”, pero ello no debe ser óbice para llegar a acuerdos de mínimos con “otro PP”, regenerado o refundado, como acertadamente propone Rivera.
La “gran coalición”, modelo que ha funcionado en otros países de la UE y muy particularmente en Alemania, aquí se hace muy difícil para los otros partidos que supuestamente la integrarían, porque no resulta fácil explicar a los propios electores y afiliados que se facilite el gobierno a un partido que ha impulsado e implementado fuertes recortes en políticas sociales y derechos. De ahí que Pedro Sánchez se resista a apoyar esa “gran coalición” por la que claman Rajoy y los suyos.
Un gobierno PSOE-Ciudadanos, es decir una coalición de socialdemócratas y liberales, hubiera podido funcionar bien, porque son dos partidos que no solo no cuestionan el sistema, sino que están formados por gente nueva, limpia, con una concepción del Estado y de la sociedad que se ajusta a los modelos de los países y sociedades desarrollados del centro y norte de Europa y que podría paliar los graves efectos y daños causados por las políticas impulsadas por el gobierno de Rajoy.
En el otro lado, el “totum revolutum” que conforman Podemos y los veintitantos partidos que integran sus confluencias, es la consecuencia directa y el reflejo de un sector de la sociedad –ardores juveniles aparte- que no teniendo ya nada que perder ha decidido quemar las naves y que caiga el cielo sobre nuestras cabezas. La historia está plagada de fenómenos de este tipo que van desde la Alemania de los años treinta a los EEUU de hoy, donde es probable la llegada y triunfo a la presidencia del país de un personaje tan patético como Donald Trump. Aunque como atenuante se pueda argumentar un alto índice de comida basura, poca ilustración, y pasión por las pistolas y las religiones de la sociedad norteamericana.
Podemos, desde su aparición en la escena política en la pasadas elecciones europeas, ha ido paso a paso dándose de bruces con la realidad y, en consecuencia, ajustando casi a diario sus programas al quita y pon del “donde dije digo”. Y poco más. Sus propuestas para el gobierno de la nación son delirantes y en los ayuntamientos que gobiernan (Cádiz, Ferrol o Coruña) no pasan de ser discursos vacíos, cargados de demagogia, sin un atisbo de gestión aunque sea mediocre. Por otra parte, su mensaje populista es, ni más ni menos, el que la gente quiere y necesita oír.
Hegel afirmaba que el pueblo es la parte del Estado que no sabe lo que quiere. Puede que tuviera razón y que el pueblo, como la historia nos enseña, también se equivoca y muy gravemente, a veces. La España del “vivan las caenas” se asoma a la esquina y parece querer volver por sus viejos fueros. Se está viendo venir…