El Parlamento Europeo y los Papeles de Panamá
Hace dos domingos decía una estupenda periodista en ‘El País’ que “El corazón del Parlamento son los impuestos”, con el subtítulo de “La Eurocámara investigará los ‘papeles de Panamá’, pero aprueba una ley que dificultará en el futuro filtraciones parecidas”. Decía Soledad Gallego-Díaz que “Los Parlamentos nacieron, al fin y al cabo, para aprobar impuestos y vigilar su cobro. Los impuestos son su razón de ser y, frente a un fraude globalizado, debería ser el Parlamento Europeo el que fijara los mecanismos de lucha, tanto preventivos como de represión”.
Y continuaba diciendo: “El desconcierto se produce porque el mismo día, ese mismo Parlamento aprobó una Ley de Protección de Secretos Comerciales que no va a ayudar a la transparencia fiscal empresarial. Bien al contrario, va a criminalizar a los informantes y hará más improbable las filtraciones como los papeles de Panamá o la lista Falciani. “Si esta ley hubiera estado en vigor en su momento, nunca habríamos sabido del fraude de las emisiones de los coches diésel de Volkswagen”, protestó la ONG italiana Riparte il Futuro.
Es infrecuente leer en la prensa generalista un afirmación tan exacta de un periodista sobre una cuestión económica o técnico-jurídica, pues por fuerza los periodistas son divulgadores, no especialistas. En este caso la cuestión se estudia en la facultad, en Filosofía del Derecho. Pues bien, tiene toda la razón y además explica a la perfección por qué mi amigo Javier Gómez Taboada -o yo mismo- les damos el coñazo semana sí, semana también, con el principio de legalidad tributaria que impone establecer tributos por Ley votada en el Parlamento.
Todos ustedes tienen conocimiento indirecto de ello, y lo tienen desde su más tierna infancia: ¿Recuerdan a Robin Hood, Little John y al fraile Tuck? ¿Aquellos bandidos que eran el arquetipo de malhechores honrados y bondadosos, siempre del lado del pobre, protegiendo al débil? Ahora son héroes épicos para nuestros hijos pero entonces, en nuestra juventud, lo fueron para nosotros. Actuaban como una especie de agencia tributaria embrionaria y eran sin duda eficaces: no había recaudador de tributos del pérfido príncipe Juan sin Tierra, que se adentrara en los bosques de Sherwood y que no saliese de allí desplumado y sin su botín. Además tenían un beneficioso efecto redistributivo de la renta nacional como los modernos impuestos: tenían por contribuyentes al príncipe Juan y a la Iglesia; robaban al rico para repartirlo entre los pobres. Así libraban a los labriegos de Nottingham de feroces hambrunas.
Entonces el Reino de Inglaterra sufría una sangría fiscal como consecuencia de la participación de Ricardo Corazón de León en las terceras cruzadas. Los reyes de Francia, Inglaterra y el Imperio Germano, constituyeron la III Cruzada y acordaron la creación simultánea del ‘Diezmo Saladino’ tributo que financiaría la deseada expulsión del homónimo musulmán de Jerusalén. A su muerte, Ricardo Corazón de León fue sucedido por su hermano Juan de Plantagenet -Sin Tierra- inmortalizado como el impostor de la corona de Inglaterra y como el pérfido rufián que asolaba a su pueblo con impuestos por la leyenda medieval de Robin de los bosques. Los fracasos militares en Francia, los impuestos y el abuso de los privilegios reales provocaron la rebelión de los nobles, con el objeto de protegerse de los abusos de la autoridad del Rey. Los impuestos eran extorsivos y confiscatorios; las represalias contra los defraudadores eran crueles, y la administración de justicia se volvió arbitraria, domesticada por la corona. En enero de 1215 la nobleza exigió una carta de libertades y garantías como un límite a la conducta abusiva del Rey. Los nobles redactaron ese documento que enviaron al monarca para que lo sancionara con el sello real. Cuando Juan sin tierra rehusó hacerlo, los nobles se negaron a mantener su fidelidad, se levantaron en armas y desde Nottingham y otras plazas fortificadas, marcharon sobre Londres, asaltaron y tomaron la ciudad en mayo del 1215. Las fuerzas del Rey estaban acampadas rodeando el castillo de Windsor. La nobleza, acampada al este, en la ciudad de Staines finalmente marchó sobre Windsor encontrándose con los realistas cara a cara en las orillas del Támesis, en la pradera de Runnymedes. Y allí fue donde, el lunes 15 de junio de 1215, Juan Sin Tierra selló un documento que contenía 49 artículos y que comenzaba diciendo: ‘Estos son los artículos que los barones piden y el rey concede’. Ese documento pasó a la historia como ‘La Carta Magna’ el instrumento por el que el monarca abdicó de la potestad unilateral de establecer tributos fuera del Parlamento de Inglaterra. El pasado año 2015 se cumplió su ochocientos aniversario y la Carta Magna aún es una norma jurídica vigente del derecho constitucional del Reino Unido. Había nacido el principio de reserva de ley tributaria: el sometimiento a la Ley de la potestad de crear tributos, constituye pues la primera manifestación del sometimiento a la Ley del propio Monarca.
También conviene recordar alguna otra estipulación asombrosa para la edad media. Por ejemplo, en relación a la insana costumbre del monarca de viajar acompañado de escudero, mayordomos y de un juez muy de su confianza para impartir justicia:
Cláusula 17. — Los litigios ordinarios ante los Tribunales no seguirán por doquier a la corte real, sino que se celebrarán en un lugar determinado. Había nacido el principio de competencia del juez natural por foro territorial.
En relación a esa otra manía de obligar al sospechoso a probar su inocencia:
Cláusula 38. — En lo sucesivo ningún agente real llevará a los tribunales a un hombre en virtud únicamente de acusaciones suyas, sin presentar al mismo tiempo a testigos directos dignos de crédito sobre la veracidad de aquellas. Había nacido el principio de la carga de la prueba a la acusación.
Y qué me dicen de ese regusto del monarca de juzgar por sí y ejecutar lo autojuzgado:
Cláusula 39. — Ningún hombre libre podrá ser detenido o encarcelado o privado de sus derechos o de sus bienes, ni puesto fuera de la ley ni desterrado o privado de su rango de cualquier otra forma, ni usaremos de la fuerza contra él ni enviaremos a otros que lo hagan, sino en virtud de sentencia judicial de sus pares y con arreglo a la ley del reino.Había nacido el Principio de Legalidad Jurisdiccional.
¿Y del gustazo por sacarse a jueces incómodos del medio?:
Cláusula 40. — No venderemos, denegaremos ni retrasaremos a nadie su derecho ni justicia. Había nacido el principio de tutela judicial efectiva.
Dos siglos después, en España y en la era moderna, el emperador Carlos I hubo de reunir a las Cortes de Castilla y de Aragón antes de imponer tributos y financiar la conquista imperial de media Europa: con esa financiación el muy católico emperador tomó y saqueó Roma, persiguiendo al Papa Clemente VII hasta sus mismas alcobas en el castillo de Sant Ángelo.
Esos antecedentes medievales y modernos desembocaron en su forma canónica contemporánea, formulada por vez primera por el reverendo Jonathan Mathew en su sermón del gélido domingo, 4 de enero del año 1750, dado desde el púlpito de la Iglesia Congregacional del Oeste en Boston: “No taxation without representation”. Más claro agua: La Carta Magna era para los ingleses metropolitanos; no para residentes en las provincias americanas de ultramar. Desde entonces, fuere en el derecho tributario, expropiatorio, penal o cualquier otro ámbito jurídico en el que se desplegase un derecho con poderoso contenido de injerencia, la exigencia de lex certa, lex previa, lex scriptaconstituye un límite a la potestad del Estado para intervenir en la esfera privada.
El principio de legalidad, que constituye un pilar indiscutible del estado de derecho contemporáneo, tendrá su primera formulación moderna en el estado liberal surgido de la revolución francesa bajo el lema de Libertad, Igualdad y Fraternidad. Fue por vez primera postulado en la declaración de independencia de los Estados Unidos de América y en la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano aprobada por la AN francesa en 1789: “Los hombres nacen y permanecen libres e iguales en cuanto a sus derechos. Las distinciones civiles sólo podrán fundarse en la utilidad pública” (Art. 1). No es casual que en dicha Declaración, por vez primera, también se reconociera el principio de legalidad penal en sus artículos VII y VIII: “Nadie puede ser castigado sino en virtud de una ley promulgada con anterioridad a la ofensa y legalmente aplicada”.
El principio de legalidad penal, formulado por ‘Feuerbach el viejo’ “nullum crimen, nulla pœna sine lege praevia” tiene pues su antecedente inmediato 500 años antes con el principio de legalidad tributario, que nació incluso antes del advenimiento del estado moderno. Así pues, la aprobación de los tributos por el Ágora, Consejo, Cortes o Parlamento de sabios o nobles, constituyó una temprana limitación a las potestades del Príncipe y un antecedente primitivo de la división de poderes postulada por los ilustrados franceses.
No se me escapan dos importantes consecuencias aplicables a nuestro país. La primera, la agencia tributaria que fundó Robin Hood no es admisible en derecho: el recauda de noche, en el bosque y asalta en los cruces de caminos, siempre extramuros del orden público. Fuera del Parlamento no hay propiamente crédito tributario, ni éste es un bien jurídico susceptible de protección. La segunda, que una vez aprobados en el Parlamento los impuestos, hay que satisfacerlos. Aunque duela o nos parezcan injustos. Dos asuntos en los que España y los españoles aún seguimos suspendiendo.