El alma empapada en naufragios

Guardo en la retina aquella portada periodística que el 6 de diciembre de 1987 evidenció el alcance de la tragedia: veintitrés cuerpos cubiertos por mantas, en macabra hilera horizontal, sobre el frío suelo de la lonja de Fisterra. Pero eran chinos y pareció que, más allá de Fisterra, no sentíamos la tragedia como nuestra.

Solo cuando las autoridades se manifestaron incapaces de concretar la carga del barco, comenzamos a entender por qué aquellos veintitrés chinos habían preferido morir de hipotermia en las frías aguas del Atlántico aquella madrugada de diciembre, antes que permanecer en el barco.

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Guardo en la retina la imagen de aquellos hombres avezados en temporales, mirando fijamente el mapa meteorológico en la pantalla de televisión, con el gesto aterrado, calculando la fuerza del viento. A su lado, niños aferrados a las faldas, o en los brazos de sus madres.

El pequeño grupo llegó el miércoles a última hora de la tarde a la Casa del Mar de A Coruña, buscando cobijo en el Hogar del Marinero. Huían de Fisterra, de las explosiones (deflagraciones, matizaron después las autoridades, como si eso importara) del Casón.

Recuerdo una tensión de segundos en las miradas cuando uno de los chinos alojados en ‘su’ Hogar del Marinero bajó al bar donde el grupo esperaba. Era la avanzadilla de una población asustada, que creyó llegado el fin del mundo al fin de la tierra.

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Durante los días que siguieron a aquel sábado 5 de diciembre, se habló de catástrofe ecológica, de emanaciones tóxicas, de productos altamente contaminantes… Cuando, cinco días después, una comunicación oficial, luego desmentida, aconsejó la evacuación, el pavor ya estaba en la carretera.

Mis compañeros se cruzaron aquella noche del 10 de diciembre, en su recorrido hacia Fisterra, con gentes aterrorizadas que intentaban encontrar hueco en coches particulares para huir de aquel lugar.

A mí me tocó la recogida de ‘perlas’ literarias, la manifestación de la incompetencia y la descoordinación…

  • “No llamemos a esto evacuación”, dijo el delegado del Gobierno. Y lo llamamos “masivo éxodo desesperado”.
  • “La evacuación ha sido voluntaria”, dijo el gobernador.
  • “Los gases no pueden ser absolutamente mortales, porque hay gente que se queda allí… La nube no es tóxica aunque puede ser contaminante; al no ser tóxica ya no interesa”, apuntó el delegado.
  • Los bidones del Casón “están fuera de mi provincia, que es mi competencia”, explicó el jefe de Protección Civil.

Santiago acogió aquella noche a 1.500 vecinos de Fisterra; otros 700 llegaron a Coruña; también Noia y Muros hicieron sitio a aquella desesperación. Pabellones de deportes se llenaron de colchones. Pero al día siguiente el gobernador dijo:

  • En Fisterra, “no pasó absolutamente nada”.

En Fisterra había embarrancado cinco días antes un mercante de carga desconocida para la población, cuyos bidones fueron trasladados- bajo vigilancia militar- a la planta de Alúmina-Aluminio, en San Cibrao, a donde se extendió el pánico, y provocaron un conflicto laboral.

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Guardo en la retina la imagen del ‘Aegean Sea’ explotando al pie de la Torre de Hércules, y la de dos hombres saltando del buque y nadando mar adentro, mientras el helicóptero se alejaba, colgando la cestilla en la que trasladaba al último tripulante que pudo evacuar.

Pero fue distinto.

La gobernadora dio un manotazo en la mesa y, a toque de corneta, puso firmes a las autoridades, todas bajo su mando. Se activaron todos los planes de emergencia (hospitales incluidos); fueron acuartelados 300 militares del Grupo de Operaciones Especiales, en previsión de una posible evacuación de toda la ciudad; ella soltó tacos a sus antiguos compañeros de Madrid para transmitirles el impacto y la urgencia de la catástrofe, convocó a los periodistas dos y tres veces cada día durante más de una semana…

La habían llamado a las cinco y media de la mañana, poco después del embarrancamiento, y se sentó en la cama, buscó papel y lápiz y se puso a escribir. “Me vino a la cabeza el accidente del Casón y me dije que los ciudadanos tenían mucho que hacer y tenían que estar bien informado, con una única voz”. Sobre el papel fue trazando las directrices sobre “qué había que hacer y qué había que evitar”.

Cuando, pasada la crisis, le pregunté si yo podía ser resarcida por el estrés sufrido aquellos días, me dijo que ni yo iba a pedir eso ni ella iba a reclamar por cada par de medias destrozado por una astilla de la mesa, en las sucesivas reuniones del gabinete de crisis.

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Tengo el alma empapada en naufragios. En casa, tenemos todos el alma empapada en el petróleo del ‘Aegean Sea’, el abuelo la tenía también empapada en el crudo del ‘Urquiola’, con el recuerdo de cuyo capitán- muerto horas antes- compartió en un inquietante duermevela la agonía del hundimiento. Y tenemos todos el alma empapada del chapapote del ‘Prestige’, una historia que me hizo rememorar la gestión del ‘Casón’.

Porque parece que nunca aprendemos lo suficiente de las catástrofes, y por eso los más de 4.000 muertos africanos por Ébola me han traído a la memoria aquella otra imagen: “veintitrés cuerpos cubiertos por mantas, en macabra hilera horizontal, sobre el frío suelo de la lonja de Fisterra. Pero eran chinos y pareció que no sentíamos la tragedia como nuestra”. Reaccionamos entonces, como hoy, solo cuando nos sentimos amenazados en nuestra propia casa y nadie sabe darnos seguridad. Cuando naufraga la propia gestión de la tragedia.

Fotos del periódico de la época publicadas en El Correo Gallego

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